Un soldado polaco

Miércoles 19 de junio de 2013

La puerta de calle era, para mí, entonces, el paso de un mundo luminoso a otro de misterio y aventura, porque superado el zagúan, el pasillo -de un metro de ancho y casi media cuadra de largo- parecía el cañadón de un río seco bajo un acantilado. Sobre la margen  derecha se enracimaban los patios de los departamentos bulliciosos, y sobre  la izquierda, un paredón de diez metros coronado por un gran palomar. Todas las escaleras de esos patios -hacia sus terrazas- subían de “contramano” al pasillo, menos la del último, que acompañando su recta perspectiva desembocaba, allá arriba, en la pieza que habitaba el viejo Ian, sub inquilino de una familia judía ortodoxa. Pero el misterio y la aventura bajo la luz del sol mutaban, para los del pibes del conventillo, en cierto terror fantástico de medianoches, porque el tal Ian llegaba siempre borracho de grapa y caña, ginebra o ron, tambaleándose  de lado, a los tumbos en aquel brete de ladrillos. Y cuando la lamparita del pasillo no funcionaba, y sólo iluminaba el estrecho patíbulo la fantasmagórica luz de la luna, uno podía imaginar que aquello era un laberinto en el que acechaban sombras siniestras de espectros y palomas. Una madrugada, justamente en que fui el último en entrar al caserón silencioso, tropecé en medio de la oscuridad del pasillo tenebroso aquel bulto real, sólido, oliente y jadeante: el viejo Ian.
Pasé sobre él y entré a mi casa. Prendí la luz del patio y volví al pasillo, lo puse como pude de pie y busqué llaves en sus bolsillos. Lo ayudé en la escalera, la alta y final, y lo vi desplomarse sobre el catre a dormir la mona. Desde entonces, cuando lo cruzaba (sobrio y de día) se deshacía en saludos incómodos pero después de su potrera noche, cuando murió solo en su pieza, y se limpió su altillo, vi en cada trasto suyo, imágenes de un hombre venido de muy lejos, atormentado por la crueldad de las viejas guerras...

Aguará-í