Límites de la lucha contra el EI

Miércoles 1 de octubre de 2014

Existe una larga historia de intervenciones militares mal concebidas y excesivas en Oriente Próximo, pero hay que confiar en que la decisión del Presidente Barack Obama de declarar la guerra al Estado Islámico no llegue a ser otra más. Ningún otro grupo terrorista merece con más justicia ser destruido que estos yihadistas, genocidas y saqueadores. Sin embargo, la manera en la que hasta el momento se concibe y describe la misión liderada por EE.UU. no aclara si los objetivos pueden alcanzarse con costes aceptables en términos de tiempo, dinero y vidas.
El problema básico es que el avance y la ocupación territorial del Estado Islámico se abordan desde tres perspectivas completamente diferentes, lo que exige tres tipos distintos de respuestas operativas. Por una parte, está la misión humanitaria para proteger a las poblaciones civiles en Irak y Siria de atroces crímenes en masa; existe, además, la necesidad de amparar a los ciudadanos de otros Estados del terrorismo del Estado Islámico; y todo ello, coordinado con el deseo de restaurar la integridad y la estabilidad de los Estados en la región.
La retórica de Obama -y la de su socio más entusiasta hasta el momento, el primer ministro Tony Abbott, de Australia- osciló entre los dos primeros objetivos y dejó entrever el tercero, creando esperanzas y expectativas sobre la posibilidad de que se persiguieran los tres de manera efectiva y simultánea. Sin embargo, sólo la misión humanitaria tiene alguna posibilidad real de conseguirse, a través de la estrategia en cuatro frentes que ahora está sobre la mesa: ataques aéreos contra las fuerzas del Estado Islámico; entrenamiento, inteligencia y equipos para las fuerzas militares iraquíes y kurdas y para la oposición no extremista de Siria; intensificación de esfuerzos internacionales contra el terrorismo; y asistencia humanitaria a los civiles desplazados.

Es evidente que las operaciones militares dirigidas por Occidente no pueden por sí solas restablecer la integridad territorial de Irak o Siria, o restaurar la estabilidad política en la región. La intervención militar puede contener o retrasar una mayor desintegración de Irak y la propagación del cáncer que representa el Estado Islámico en países como Jordania. Pero si 150.000 soldados estadounidenses no pudieron dotar de estabilidad a Irak en ausencia de un Gobierno integrador y competente, las escasas medidas que se ofrecen ahora son claramente insuficientes.
Las cosas podrían ser diferentes si EE UU y otros actores clave pudieran embarcarse simultánea e intensamente en una amplia misión de estabilización regional; pero existen demasiadas agendas en competencia como para hacer que esto sea posible en el futuro previsible. La rivalidad entre suníes y chiíes significa que Arabia Saudí y los países del Golfo no concederán ningún papel significativo a Irán; ni Occidente reconocerá el papel central de Irán en cualquier proceso multilateral, por miedo a perder poder de negociación con respecto al programa nuclear de Irán. Y pocos están dispuestos a aceptar que el presidente de Siria, Bachar el Asad, debido a los excesos abominables por los que fue criticado y condenado no hace mucho, deba ser ahora parte de la solución.
El objetivo de lucha antiterrorista tiene más probabilidades de éxito que el relativo a la estabilización política. La política nacional en EE.UU., Australia y en otros lugares facilita probablemente el protagonismo que los líderes occidentales han otorgado a dicha lucha contra el terrorismo. En la medida en que el caldo de cultivo terrorista pueda ser destruido, como Al Qaeda lo fue en Afganistán, disminuirá el número de ataques fundamentalistas contra Occidente.
Pero es difícil creer que sólo una campaña militar del tipo de la que se ha puesto en marcha, incluso con un importante apoyo de los países árabes, pueda lograr este objetivo a corto plazo, o con un coste aceptable, tanto en Irak como en las zonas de Siria que sirven de refugio para el Estado Islámico. El peso de la acción antiterrorista tendrá que recaer, como ocurre hasta ahora, en una cooperación internacional eficaz en los ámbitos de inteligencia y vigilancia policial.
La pericia de las fuerzas terrestres iraquíes y kurdas -crucial si se va a ocupar y mantener territorio- tardará en conseguir resultados; incluso puede que dicha habilidad sea insuficiente para atraer a las fuerzas políticas moderadas dentro de Siria. Porque los ataques aéreos, por su propia naturaleza, disparan el riesgo de causar bajas civiles y, por lo tanto, la posibilidad de radicalizar los mismos sentimientos antioccidentales que se está tratando de contrarrestar.
Por otra parte, los ataques aéreos en Siria sin el consentimiento del Gobierno o sin la autorización del Consejo de Seguridad violan la Carta de las Naciones Unidas. La posibilidad de que ocurran ataques terroristas inspirados por el Estado Islámico en EE.UU. no es ni remotamente real ni suficientemente inminente como para invocar legítima defensa. Corazones y mentes son importantes en la lucha antiterrorista y éstos se ganan más difícilmente cuando EE.UU. y sus partidarios se embarcan en una acción militar que vulnera claramente el derecho internacional. Hasta ahora, el lento convencimiento de los Estados árabes con relación a la campaña de Obama es una prueba del nerviosismo que muchos de ellos sienten en todos estos ámbitos.
La razón más defendible de lejos para justificar la acción militar es -y ha sido desde un principio- el objetivo humanitario: hay que proteger a las poblaciones que sufren las acciones genocidas, de limpieza étnica y otros crímenes de lesa humanidad y graves crímenes de guerra. Sostengo que se cumplen todas las condiciones necesarias para defender la intervención, y que este seguirá siendo el caso mientras que el Estado Islámico mantenga su terrible modus operandi.
Al operar dentro de este marco de contención del genocidio, las fuerzas estadounidenses y de la coalición, de forma clara, tendrían derecho a combatir, atacar y tratar de destruir la capacidad del Estado Islámico, en una acción que también serviría para prevenir el terrorismo. Pero el objetivo principal debería permanecer de forma inequívoca como una acción humanitaria y, como tal, sería mucho menos susceptible de provocar reacciones contrarias a la intervención occidental; al menos, causaría menos rechazo que cualquier otro objetivo explícito. Incluso puede haber una tolerancia internacional considerable para una acción cuidadosamente definida y limitada en Siria en el caso de que se presente una obvia e inminente amenaza humanitaria.
Si la campaña contra el Estado Islámico se define y se lleva a cabo con la cobertura de la protección humanitaria como su objetivo primordial, debería tener éxito no sólo en cuanto a detener atrocidades futuras, sino también permitiría ejecutar amplias incursiones para frenar en su lugar de origen la extensión de la amenaza terrorista. Si Occidente se desvía del objetivo principal, es probable que la misión termine muy mal, tal como ocurrió con tantas otras intervenciones en Oriente Próximo.

Gareth Evans fue ministro de Relaciones Exteriores de Australia

Gareth Evans
El País