Nuevas formas de explotación

Miércoles 19 de junio de 2013
Los defensores del modelo económico dominante insisten en encumbrar a la competitividad y el crecimiento, como parámetros vitales de la economía en días de la globalización. Sobre el primero ya hemos abundado, nos toca ahora abordar el segundo.
En cuanto al concepto de competitividad, este tiene dos raíces: por un lado se considera un sinónimo de productividad y por otro, una forma de interrelación social, tema que acometeremos en artículo posterior.
La productividad se define como un aumento de la producción en razón a una mayor eficiencia de los recursos empleados. En cuanto a lo laboral, se trata de incrementar la cantidad y calidad de las mercancías por unidad de trabajo.
Existen por lo menos dos maneras de mejorar la productividad: una invirtiendo en tecnología, otra, reduciendo el peso de los salarios sobre el costo. Aunque la preferida de las maquiladoras es una combinación de ambas, es decir, invertir en maquinaria adecuada siempre y cuando el resultado sea menos costoso que ocupar trabajadores.
A pesar de los avances tecnológicos detonados con la “tercera revolución industrial”, las empresas del Primer Mundo han preferido aprovechar la mano de obra barata de Asia. En verdad, casi todo el Tercer Mundo pretende atraer inversiones ofertando mano de obra barata y huérfana de derechos. Fue por eso que la deslocalización de la industria de Occidente ha sido tan exitosa, tanto así que se puede definir a varios países de Asia Pacífico, como la gran planta manufacturera del mundo. El problema que trae aparejado este modelo, estriba en que la reducción salarial debilita al mercado interno. En cuanto a los conglomerados industriales ubicados en países como China, los bajos salarios solamente enriquecen a los intermediarios, por lo cual, ese país incrementó los emolumentos para darle más vida al mercado interno. Asimismo, se asoció con Corea del Sur y Japón con el cometido de incrementar su cualidad tecnológica. Hoy mismo, extiende los vínculos comerciales y tecnológicos con India, al saber que Estados Unidos intenta cercarla por temor a que lo rebase en tanto PIB y comercio internacional. De seguro están previniendo una salida próxima de las empresas deslocalizadas, las que ponderan que sí pueden encontrar regiones con abundante mano de obra a precios de ganga pero sin la seguridad que ofrece el Gobierno “comunista” chino. El mejor caso es Bangladesh, donde se cayó un edificio que albergaba una maquiladora textil por fallas de seguridad, matando a más de 1.200 empleados.
Lo cierto es que el incremento de competitividad por la vía de una mayor extracción de plusvalor, aumenta la ocupación pero manteniendo la pobreza nacional, que es el principal atractivo de los inversionistas. Con ello, no se ve con claridad lo recomendable de tal vía llamémosle de “desarrollo”, cuando lo únicos que se benefician, ¡y mucho!, son las grandes empresas que producen en países pobres para vender esas mercancías en la franja de altos ingresos en el mundo entero. Para no ir más lejos, un caso muy conocido es el de Zara, que produce en Argentina con mano de obra casi esclava proveniente de Bolivia.
Asimismo, debemos incorporar otros elementos que incrementan la productividad, como es la ingeniería laboral sostenida por las empresas, la que evolucionó grandemente luego del incremento industrial de Japón en los 80 del siglo pasado. La toyotización no solamente redujo la nómina provocando una mayor carga laboral entre una cantidad menor de trabajadores, sino que también desconcentró secciones enteras de la producción subcontratando a empresas de menor tamaño, especializadas en la elaboración de determinadas partes.
Esta es la manera de ser competitivos, incrementando la explotación y precarización del empleo. Es así que la tendencia generalizada es a que los salarios pesen menos en el PIB, un fenómeno económico que obedece al robustecimiento del decil más enriquecido y que en tanto tal, no excluye al Primer Mundo. En efecto, en países como Estados Unidos el 40 por ciento de la riqueza nacional está concentrado en el 1 por ciento de su población; siendo aún mayor en Gran Bretaña y en la tan altiva Alemania.
En suma, la competitividad permite una mayor exportación en un mundo globalizado, pero sin que por ello mejore la economía interna. Reproduce la condición de trabajadores pobres, encadenados a máquinas cada vez más eficientes. Por eso, lo que deberíamos preguntarnos es: ¿por qué seguir el modelo del capitalismo neoliberal, cuando -desde un ángulo social- deberíamos defender el derecho a que la alta tecnología -como producto de la humanidad-, sirva para que el hombre trabaje menos obteniendo los mismos satisfactores?
Ante tal cuestionamiento los conservadores tremolan el derecho de las elites, mientras que se desconoce lo que defienden los Gobiernos de izquierda cuando declaran la necesidad de ser más competitivos. Esperemos que no sea la resignación a los dictados del mercado que enseñaba la recientemente fallecida Margaret Thatcher.

Ugo Codevila
Analista económico-social.
Publicado en diario La República, de Uruguay